lunes, 9 de octubre de 2017

JEREMÍAS EN JERUSALÉN


                                                                                Francesc Ramis Darder
                                                                                bibliayoriente.blogspot.com



Cuando Nabucodonosor cercó Jerusalén, Jeconías salió a su encuentro con la familia real y su corte para rendirle pleitesía; pero Nabucodonosor los deportó a Babilonia, junto con los pudientes, cerrajeros, artesanos y guerreros, llevándose también el tesoro del templo y del palacio. Impuso como rey a Matanías, tío de Josías, a quien dio el nombre de Sedecías (597-587 a.C.). La situación de Judá era compleja: Sedecías, títere de Babilonia, estaba en manos de la nobleza (38,5.19); muchos judaítas, especialmente los deportados, reconocían la realeza de Jeconías y desdeñaban la autoridad de Sedecías (Ez 1,2); por si fuera poco, algunos nobles habían tomado posesión de las tierras de los desterrados y, con la intención de afianzar la propiedad, depositaban la legitimidad dinástica en Sedecías (Ez 11,14-15; 33,24).

    Tales desavenencias, pensaba Jeremías, atraerían la vara babilónica que golpearía la nación hasta extinguirla; por eso la tarea del profeta se orientó hacia los deportados y hacia quienes permanecían en Judá. El profeta remitió a los desterrados una carta lúcida: “Construid casas y habitadlas […] engendrad hijos […] buscad la prosperidad del país (Babilonia) […] porque su prosperidad será la vuestra” (29,4-7). A pesar de la advertencia, los deportados se dejaban seducir por la voz de Ajab, hijo de Colayas, y Sedecías, hijo Maasías, profetas de la corte, llevados a Babilonia. El mismo Semayas envió una misiva a Jerusalén para quejarse ante el sacerdote Sofonías de la conducta de Jeremías. El curso de la historia determinó la sublevación de los deportados. Cuando una conjura del ejército y la nobleza babilónica agitó la corte de Nabucodonosor (595-594 a.C.), parte de la nobleza judaíta exiliada participó en la conspiración. No obstante, la impostura fracasó: Nabucodonosor afianzó la corona, asó a los profetas rebeldes (Colayas, Sedecías), metió en la cárcel a Jeconías y apretó la correa a los desterrados. La comunidad deportada comenzó a percibir en las palabras de Jeremías la clave para conservar la vida: “Construid casas y habitadlas” (29,4-9).

    Aprovechando la sublevación de la corte babilónica, los estados de Siria-palestina, apoyados por el faraón Psamético II (594-589 a.C.), intentaron sacudirse el yugo de Nabucodonosor. Los embajadores de Edom, Moab, Amón, Tiro y Sidón se reunieron en Jerusalén, al amparo de Sedecías, para tramar la asonada (594 a.C.). Los profetas de la corte, especialmente Jananías, alentaban la revuelta y auguraban el regreso de los deportados al cabo de dos años. La sagacidad de Jeremías desautorizó la vanidad de la corte y definió la única postura sensata: “Someteos al rey de Babilonia si queréis seguir con vida” (27,17). La historia confirmó el dictamen. Cuando Nabucodonosor recuperó el poder, la coalición se deshizo; y Sedecías renovó la pleitesía ante el emperador (29,3; 51,59).

     La pugna entre Egipto y Babilonia continuó. Tanto el faraón Psamético II como su hijo Jofra (589-570 a.C.) perseguían el control de Siria-palestina; a modo de contrapunto, Nabucodonosor fiscalizaba Siria-palestina para vigilar cualquier intentona egipcia. Al decir de Jeremías, el futuro de Judá dependía de la cohesión interna del país, asentada sobre la justicia, y del empeño por servir a Babilonia, opción triste pero necesaria para poder sobrevivir (22,15; 27,17). Psamético II y su hijo Jofra emprendieron la ofensiva contra Babilonia (598 a.C.); Judá, empujado por Tiro y Amón, se adhirió a la revuelta. Nabucodonosor invadió Judá y sitió Jerusalén (588 a.C). Con intención de confutar la revuelta, la corte ordenó la manumisión de los esclavos para que participaran en la defensa de la ciudad.

    Sin embargo, el avance egipcio determinó que los babilonios aflojaran el cerco de Sión; entonces los amos volvieron a subyugar a los esclavos. Jeremías denunció la injusticia y anunció la caída de la ciudad; pues el cautiverio de los siervos mermaba las fuerzas defensivas y propiciaba que colaboraran con el invasor (34,8-27). Aprovechando la tregua, Jeremías visitó Anatot para asistir a un reparto familiar (37,12; 32,1-44). Entonces Jirías, hijo de Jananías, profeta hostil, le acusó de pasarse a los caldeos (37,13); después lo entregó a los jefes que le enceraron en casa del escriba Jonatán (20,7-18).

    Sedecías hizo llevar a Jeremías a palacio para consultarle sobre la situación. El profeta denunció la mendacidad de los consejeros y sentenció que el monarca caería en manos del rey de Babilonia (37,19). Sedecías hizo custodiar al profeta en el patio de la guardia; desde allí, Jeremías arengaba al pueblo: “el que se entregue a los caldeos seguirá con vida” (38,2). La proclama encendía la ira de la nobleza (38,4). Los cortesanos arrojaron a Jeremías en la cisterna del patio de la guardia; pero Ebedmélec, el etíope, descubrió la traición y, a instancias de Sedecías, liberó al profeta de la muerte.


     Cuando el rey vuelve a consultarle, la respuesta es dura: “Si te rindes a los generales del rey de Babilonia, salvarás tu vida […] pero si no […] esta ciudad caerá en manos de los caldeos […] y tú no escaparás” (38,17). Sedecías desoyó el consejo. Cuando las tropas babilónicas asaltaron Sión, Sedecías y sus oficiales huyeron. Los caldeos les detuvieron cerca de Jericó y los llevaron a Riblá. El emperador degolló a los príncipes y a la aristocracia de Jerusalén, cegó al monarca y lo llevó a Babilonia, donde murió. Los caldeos incendiaron el templo, el palacio y las casas nobles. Abrieron brechas en las murallas de Jerusalén. Nabuzardán, jefe de la guardia, deportó a Babilonia a los supervivientes y a los que se habían pasado al ejército caldeo. Sólo dejó en Judá gente sencilla entre la que repartió viñas y campos.

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