miércoles, 24 de agosto de 2016

LOS HEBREOS QUE EMIGRARON A EGIPTO CON JEREMÍAS

                                                        Francesc Ramis Darder
                                                        bibliayoriente.blogspot.com


Cuando Nabucodonosor conquistó Jerusalén (597.587.582 a.C.), La nación judaíta se dividió en tres comunidades. Los judaítas que huyeron a Egipto formaban parte de la alta sociedad de Jerusalén, o pertenecían a los círculos religiosos próximos a Jeremías, o eran colaboradores de Godolías en Mispá, o constituían una porción del pueblo que había podido zafarse de la furia babilónica. Los guiaba Juan, hijo de Carea, que se llevó consigo a Jeremías y un contingente judaíta al país del Nilo (Jr 40,15; 43,6); también el rey Joacaz estaba en Egipto, deportado unos años antes por el faraón Necao II.

   Como comenta la Escritura, Juan, hijo de Carea, y Azarías, hijo de Maasías, junto con los oficiales y el pueblo entero solicitan la intercesión de Jeremías para que el Señor les revele qué deben hacer (Jr 42,1-3). El grupo se tiene por el Resto de Israel que floreció en Sión; así dicen al profeta: “ruega por nosotros ante Yahvé, tu Dios, a favor de todo este Resto (sh.’ryt), pues quedamos (sh.’r) muy pocos” (Jr 42,2).

    Jeremías atiende la petición y aboga ante el Señor. Al cabo de diez días, comunica a la comunidad el oráculo divino. La respuesta conmina al grupo a permanecer en Judá, a la vez que les augura la muerte si huyen a Egipto. La advertencia profética no puede ser más severa: “Así dice Yahvé, Dios de Israel: como mi ira y mi furor se han vertido sobre los habitantes de Jerusalén, así se verterá mi furor sobre vosotros a vuestra entrada en Egipto, y […] no contemplaréis más este lugar (Judá y Jerusalén). Yahvé os ha dicho, Resto (sh’ryt) de Judá, ¡no entréis en Egipto!” (Jr 42,17-19). Al decir del profeta, no quedará Resto alguno entre quienes marchen a Egipto; quienes van a Egipto forman parte de los “higos malos” de quienes no cabe esperar ningún futuro (Jr 24,8).
Juan y su séquito desoyen la advertencia y acusan a Jeremías de mentiroso, renuncian a permanecer en Judá y deciden marchar a tierra del Nilo. El caudillo y sus oficiales reunieron al Resto de Judá y a quienes habían regresado desde las naciones vecinas: hombres, mujeres, niños y princesas reales. Convocaron a todos aquellos que Nabuzardán había dejado con Godolías para cuidar de los campos, también reclamaron a Jeremías y a su secretario Baruc. Congregada la comitiva, sin hacer caso de la admonición profética, se dirigieron a Egipto (Jr 43,4-7). Los evadidos se establecieron en Migdol, Tafnis, Menfis y en el territorio de Patrós (Jr 44,1).

   La extinción de los huidos a Egipto será la consecuencia de su propio pecado. La perspectiva teológica de la profecía achaca la desgracia de Judá y Jerusalén a la idolatría de sus habitantes, pero también atribuye el inminente extermino de quienes moran en Egipto a la perversidad de sus prácticas idolátricas, rinden culto a las divinidades egipcias, en especial a la Reina del cielo. Jeremías, en nombre de Dios, arremete contra la contumacia de la comunidad asentada en tierra del Nilo: “ningún hijo de Judá volverá a pronunciar mi nombre en Egipto para decir: ¡Vive el Señor!” (Jr 44,26).
   
    La información histórica atribuye la marcha del contingente judaíta a cuestiones de estrategia militar: Juan y sus seguidores, temerosos de la represalia babilónica por el asesinato de Godolías, escaparon a Egipto. Sin embargo, la Escritura adopta una percepción teológica de los acontecimientos. Juan y quienes le acompañan constituyen el Resto de Israel que aún permanece en Judá (Jr 42,2; 43,4), por eso consultan al Señor, a través de Jeremías, acerca del camino a seguir (Jr 42,3). Dios, a través del profeta, revela su decisión: Juan y su séquito deberán quedarse en Judá, pues el mismo Señor les dará prosperidad y les librará de las garras de Nabucodonosor. La voz de Jeremías intenta convencer a Juan para que permanezca en Judá y preconiza la muerte de quienes emigren al país de los faraones (Jr 42,7-22). A pesar de la insistencia de Jeremías, Juan y sus secuaces desobedecen la orden del Señor y se dirigen a Egipto: el Resto ha desdeñado el auxilio divino para encontrar la muerte en Egipto (Jr 43,5).
 
    La severa premonición de Jeremías contra los acompañantes de Juan es luctuosa, pero aun así la profecía enciende un candil de esperanza en el ánimo oscuro de quienes huyen a la tierra del Nilo. El profeta preconiza que la memoria de los evadidos no se extinguirá del todo. A pesar de que el texto señale que no quedará superviviente alguno y remarque que nadie volverá a Judá (Jr 44,14ª), añade después: “salvo algún que otro fugitivo” (Jr 44,14b). La profecía presagia que los huidos de la espada, símbolo del extenuación que provoca el castigo divino, volverán de Egipto a Judá “en muy escaso número” (Jr 44,28). La comunidad no se extingue del todo junto a las aguas del Nilo, algunos fugitivos, muy pocos, podrán volver a Judá.

    El aspecto textual de Jr 44,14 es difícil; tal vez las últimas palabras “salvo algún que otro fugitivo” constituyan una glosa posterior. El mensaje del versículo, sin la adición textual, sería especialmente duro: “[…] y el Resto (s’t) de Judá que partió para vivir en Egipto no tendrá evadido (plt) ni superviviente (sryt) para poder regresar al país de Judá, donde anhelan volver a vivir, no volverán” (Jr 44,14ª). No obstante, el contenido de la posible glosa confiere al texto un tinte de esperanza, añade: “salvo algunos fugitivos (plt)”.[1] Si admitimos el contenido del texto tal como se presenta, cabe afirmar que el contingente que marchó a Egipto no se extinguió del todo, sobrevivieron algunos fugitivos; pero, aún así, debemos recalcar que aquellos que volvieron no constituyen el Resto de Israel, sólo son evadidos que regresan.

    El mensaje de Jr 44,27-28 presenta también un contenido muy duro: “Todos los hombres de Judá que se hallan en tierra egipcia perecerán por la espada y el hambre hasta el aniquilamiento, pero los escapados (plt) de la espada que regresarán del país de Egipto a la tierra de Judá serán sólo unos pocos, entonces todo el Resto (s’r) de Judá venido al país de Egipto para residir allí sabrá qué la palabra se cumplió, si la mía o la suya”. Quizá la frase: “pero los escapados de la espada que regresarán del país de Egipto a la tierra de Judá serán tan sólo unos pocos”, constituya también una glosa.[2] En ese caso, la glosa atemperaría la dureza de la afirmación, reconocería que unos pocos podrían volver a Judá; ahora bien, debemos recalcar que los escapados que regresan tampoco constituyen el Resto de Israel, son tan sólo fugitivos.

    Entre quienes han conseguido zafarse de la espada de Nabucodonosor y han huido a Egipto, la profecía señala a Baruc. El texto enfatiza como el Señor permitirá que Baruc conserve la vida como botín donde quiera que vaya (Jr 45,5); el mismo privilegio fue concedido a Abdemélec (Jr 39,15-18). La profecía señala que aquellos que auxiliaron al profeta salvarán la vida: Baruc ayudó a Jeremías como secretario (Jr 36,4-32), y Abdemélec lo salvó de la muerte (Jr 38,11-12), pero tampoco ninguno de los dos conforma el Resto de Israel.

    Aunque la profecía sugiere la supervivencia de algunos escapados, debemos reiterar que no conforman el Resto de Israel. Quienes vuelven se limitan, en el mejor de los casos, a instalarse de nuevo en Judá, pero no suscitan el renacimiento de la comunidad de Sión (Jr 31,7c-8ª). La profecía de Jeremías es tajante: el Resto de Judá que huye a Egipto acaudillado por Juan, hijo de Carea, se extingue por completo en la tierra del Nilo; sólo algunos fugitivos, ajenos al Resto de Israel, volverán a Judá.                               




[1] . TM: ky ‘m-plt.ym  > G dl.
[2] . Kit adic cf. Jr 44,27b.

lunes, 15 de agosto de 2016

HISTORIA DE LA CAÍDA DE JERUSALÉN


                                                              Francesc Ramis Darder
                                                             bibliayoriente.blogspot.com


A la muerte de Ezequías, rey de Judá, subió al trono su hijo, Manasés (698-643 a.C.). El rey, despótico como nadie, mantuvo sin otra alternativa el vasallaje asirio. Cuando murió, le sucedió su hijo, Amón (643-640 a.C.). El nuevo monarca persistió en el despotismo de su padre hasta que fue asesinado en una conspiración palaciega; el pueblo proclamó rey a su hijo, Josías (640-609 a.C.). El recuerdo del envite de Senaquerib durante la época de Ezequías sembró en el alma de Josías la preocupación ante el renacimiento asirio; por eso tomó parte en los conflictos entre las grandes potencias de la época. Cuando el faraón Necao II (610-594 a.C.) marchó en ayuda de los asirios acosados por los babilonios, Josías le presentó batalla; el rey murió en Meguido (609 a.C.).

  Muerto Josías, el pueblo de la tierra entronizó a Joacaz, hijo del monarca difunto. Cuando Necao II volvió triunfante de su campaña contra Babilonia, apresó a Joacaz y lo llevó a Egipto, donde murió (2Re 23,31-35; Jr 22,10-12). El faraón impuso sobre Judá una indemnización de guerra y entronizó a Eliaquim, a quien dio el nombre de Joaquín (2Re 23,34); con el objetivo de entregar el tributo al faraón y para satisfacer sus propios caprichos, Joaquín sometió al pueblo a una pesada carga impositiva (2Re 23,34-35). Joaquín permaneció como vasallo de Egipto durante los años 609-605 a.C., pero en el 604 aC., debido a la situación internacional, abandonó la lealtad del País del Nilo y se decantó hacia Babilonia. Tres años más tarde (601 a.C.), la crisis política enturbió el esplendor del imperio babilónico; Joaquín se rebeló contra el yugo caldeo para inclinarse de nuevo ante el país de los faraones (2Re 24,1).

  Como represalia, Nabucodonosor II (605-562 a.C.), rey de Babilonia, atacó Jerusalén. Durante el asedio, Joaquín murió y su hijo Jeconías le sucedió en el trono. Cuando Nabucodonodor tomó Jerusalén (597 a.C.), Jeconías, la corte y un contingente de la población fueron deportados a Babilonia (2Re 24,1-16). Nabucodonosor nombró rey de Judá, en condición de vasallo, a Matanías, hijo de Josías, al que llamó Sedecías (2Re 24,17). El año 594 a.C. estalló un conato de rebelión en la corte babilónica, los embajadores judaítas tuvieron que viajar a Babilonia para reafirmar la lealtad de Sedecías ante Nabucodonosor (Jr 29,3; 51,59).


 Más tarde (588 a.C.), Sedecías se rebeló de nuevo. Nabucodonosor arremetió contra la Ciudad Santa y la tomó (587 a.C). Sedecías fue llevado a Babilonia, donde murió. Los babilonios desterraron un segundo contingente de población al País de los Canales (2Re 25,8-21). Nabucodonosor impuso a Godolías como gobernador de quienes habían permanecido en Judá (2Re 25,22). El general babilónico Nabuzardán distribuyó entre la gente pobre del país las tierras arrebatadas a quienes habían sido deportados (2Re 25,12; Jr 39,10). Ismael, un jefe militar de estirpe regia que había pertenecido a la nobleza cortesana de Sedecías (Jr 41,1), asesinó a Godolías en Mispá y apresó un grupo de rehenes (2Re 25,25). De pronto, Juan, otro caudillo militar, capturó a los rehenes de Ismael y se dirigió a Egipto. Los fugitivos se llevaron consigo al profeta Jeremías. El asesinato de Godolías dio lugar una tercera represión babilónica que ocasionó otra deportación (582 aC.), hacia el país del Eúfrates (Jr 52,30).


domingo, 7 de agosto de 2016

HISTORIA DE LA CAÍDA DEL REINO DE ISRAEL


                                                  Francesc Ramis Darder
                                                   bibliayoriente.blogspot.com


Los reinos de Israel y de Judá sufrieron, a menudo, las consecuencias de los continuos enfrentamientos entre las potencias mesopotámicas y el país del Nilo. El Imperio asirio fue especialmente duro con los pequeños estados de Palestina. El reino de Israel padeció primero el acoso de Teglatfalasar III (745-727 a.C.) quien conquistó las regiones septentrionales y deportó a sus habitantes para asentarlos en tierras asirias (2Re 15,29). Más tarde Sargón II (722-705 a.C.) destruyó Samaría, se anexionó el reino del Norte (722 a.C.) y deportó a los habitantes de Israel a lejanas regiones del Imperio asirio: Jalaj, junto al Jabor, río de Gozán, y en las ciudades de Media (722 a.C.) (2Re 17,5-6). El ataque de Teglatfalasar y la posterior conquista de Sargón pusieron fin al Reino del Norte, Israel (2Re 15,27-31).

    El reino de Judá también soportó el envite de Asiria. Los pequeños estados de Oriente Medio (Judá, Israel, Siria, etc.) estaban sometidos a la arbitrariedad asiria. Algunos reinos minúsculos decidieron rebelarse contra Asiria y formaron una coalición en la que el monarca judaíta, Ajaz (735-727 a.C.), se negó a participar. Entonces los reyes de Israel, Pécaj (736-730 a.C.), y de Siria, Rasín (740-732 a.C.), atacaron al rey de Judá para obligarle a integrarse en la alianza contra Asiria. La guerra emprendida por Siria e Israel contra Judá se denomina guerra Siro-efrainita. El rey de Judá, aterrorizado ante la embestida de los dos reyes vecinos, pidió ayuda a Teglatfalasar III, emperador asirio (745-727 a.C.).

    El rey asirio protegió a Ajaz de los ataques de Siria e Israel. El emperador conquistó Damasco, capital de Siria, y deportó a sus habitantes a Guir, en Asiria, y ejecutó a su rey, Rasín; corría el año 732 a.C. (2Re 16,9). Teglatfalasar, como acabamos de mentar, también atacó Israel anexionándose las regiones norteñas y deportando su población a Asiria (2Re 15,29). La confusión se apropió de los israelitas y Oseas, hijo de Elá, conspiró contra Pécaj, lo mató y le sucedió en el trono de Israel (2Re 15,30) (731 a.C.). Salmanasar V (727-722 a.C.), sucesor de Teglatfalasar III, atacó al rey de Israel, Oseas; el monarca no tuvo más remedio que ceder al envite y hacerse vasallo del rey de Asiria pagándole un fuerte tributo.

     Más tarde Oseas dejó de pagar el impuesto y recabó el auxilio de So, rey de Egipto, para zafarse de la tiranía asiria. Sin embargo Salmanasar le descubrió, le hizo prisionero y le metió en la cárcel (2Re 17,1-4); y, como decíamos antes, el rey asirio, Salmanasar V o su hijo Sargon II (722-705 a.C.), conquistó Samaría con lo que Israel desapareció de la historia y quedó anexionado al Imperio asirio (722 a.C.) (2R 17,5-6).

     El auxilio asirio salvó, efectivamente, a Judá de las garras de Rasín y Pécaj, pero la ayuda no fue gratuita (2R 16,8.18). El emperador asirio sometió a Ajaz al pago de un tributo de guerra: el monarca judaíta tomó la plata y el oro que había en el Templo del Señor y en el Palacio real y lo remitió al soberano asirio (2Re 16,8-9).




miércoles, 3 de agosto de 2016

¿QUÉ DICEN LOS LIBROS DE LA CRÓNICAS?


                                                                          Francesc Ramis Darder
                                                                          bibliayoriente.blogspot.com


El mensaje de I-II Crónicas constituye el fruto maduro de la reflexión teológica emprendida por la comunidad hebrea de Jerusalén. Según la opinión de muchos comentaristas, la redacción de I-II Crónicas se inició en los últimos lustros del período persa y fue terminada en los primeros decenios de la época helenística (siglo III a.C.).

   El redactor de I-II Crónicas tuvo a mano fuentes orales y escritas bien establecidas. Sin embargo, la intención del autor no se limitó a la función de un recopilador; sino que recogió tradiciones existentes y añadió otras de su propia cosecha para escribir unos libros que proponen a la comunidad hebrea la búsqueda constante del Señor. 

    El contenido de I-II Crónicas recuerda la antigua historia de Israel, la memoria de David, la preeminencia de la tribu de Judá, la importancia del sacerdocio levítico, la sacralidad del Templo (el Arca y la liturgia), la centralidad de Jerusalén, la observancia de la Ley, y la contemplación del pueblo como una entidad compacta: Israel. Por si fuere poco, la pluma del autor propone una pauta de conversión para que los hebreos puedan recorrer la senda que conduce al conocimiento de la voluntad del Señor; así, la conversión se manifiesta en la decisión de observar los mandamientos del Señor siempre y en todo lugar.

    El autor establece que sólo la “búsqueda de Dios” hace posible que toda persona lleve una vida santa y comprometida con la trasformación positiva de la sociedad; gozando por eso de concordia, vida interior, tranquilidad, paz, vivencia de los mandamientos y, sobre todo, que disfrute de la seguridad que procede del inquebrantable auxilio con que el Señor protege al ser humano.