miércoles, 2 de marzo de 2016

PARÁBOLA DEL HIJO PRÓDIGO



                                                                    Francesc Ramis Darder
                                                                    bibliayoriente.blogspot.com


La Cuaresma es el tiempo litúrgico en que recorremos la senda de la conversión para poder celebrar con hondura la resurrección del Señor, la Pascua. Por eso, la espiritualidad del tiempo cuaresmal transcurre entre dos líneas imbricadas entre sí: a la vez que enfatiza el empeño por la conversión insinúa la luz resucitada del día de Pascua. Desde esta perspectiva, el Evangelio del domingo pasado, ‘la parábola de la higuera estéril’, insistía en el aspecto de la conversión, mientras el Evangelio que proclamaremos hoy, ‘la parábola del hijo pródigo’, insinúa, sobre todo, el gozo de la resurrección, manifestada en la misericordia que el padre derrama sobre el hijo que vuelve al hogar. Entre los domingos del tiempo de Cuaresma, el Cuarto domingo, el que hoy celebramos, orienta la senda de la conversión hacia el gozo del domingo de Pascua; no en vano, la antífona que abre la celebración dice: “Festejad a Jerusalén, todos los que la amáis” (Is 66,10); sin duda, la luz pascual ilumina la senda de la conversión.

La conversión cristiana no constituye un esfuerzo de ascesis personal para alcanzar la perfección humana; perfección, por lo demás, tan a menudo imposible. La conversión cristiana estriba en dejar que el Dios de la misericordia penetre en nuestra vida hasta convertirnos, a pesar de nuestras imperfecciones, en testigos de la bondad de Dios en la sociedad humana. Sin duda, ‘la parábola del Hijo pródigo’ constituye uno de los relatos más bellos para expresar como la misericordia divina trasforma el corazón humano.

    Adoptando el tono insolente, el hijo menor dijo a su padre: “¡Dame la parte que me toca de la fortuna!”. Sin replicar, el padre repartió los bienes entre los dos hermanos. El hijo menor, juntando todo lo suyo, se fue a un país lejano donde derrochó la fortuna. Cuando agotó el dinero, sintió hambre. Entonces, se vio en la necesidad de contratarse con uno de los ciudadanos del país que le mandó a guardar cerdos. El joven era judío; los judíos sienten animadversión por los cerdos, pues, según decían, en el interior de los cerdos habitaban demonios (ver: Mc 5,13). Por si fuera poco, el joven deseaba alimentarse con las algarrobas que comían los cerdos, pero nadie se las daba. Notemos la postración del joven. El muchacho que antaño se insolentó contra su padre, tiene que someterse a la autoridad de un extranjero; el joven que recibió la mitad de la herencia, no puede siquiera comer las algarrobas de los puercos; el joven que vivía al calor de una familia, se encuentra abandonado en un país extranjero.

    La miseria alentó en el joven una reflexión: “Cuántos jornaleros de mi padre tienen abundancia de pan, mientras yo aquí me muero de hambre”; la reflexión provoca la decisión: “Me levantaré, me pondré en camino adonde está mi padre”. Observemos que el joven no decide volver con su padre por amor, ni por deseo de rehacer la vida familiar; decide volver porque se muere de hambre, no tiene donde caerse muerto. Comienza caminar inventándose una mentira para suscitar la compasión paterna: “le diré […] trátame como a uno de tus jornaleros”. Si el padre se atuviera a la leyes, debería rechazar al hijo, antaño insolente y ahora fracasado. Sin embargo, el padre no aplica la dureza de la ley, sino el bálsamo de la misericordia; el único medio de regenerar al ser humano.

    Mediante la hondura de la metáfora, la parábola subraya tres aspectos en que la misericordia del padre convierte al porquerizo en el hijo recuperado. Cuando el padre vio al hijo, dice el texto, “se le conmovieron las entrañas”. Literalmente, la expresión “conmoverse las entrañas” describe la situación de una madre cuando da a luz un hijo; como es obvio, la expresión solo puede aplicarse a una mujer, no a un varón. Por eso, cuando la parábola aplica la expresión al padre, le confiere un sentido metafórico. Quiere decir que el padre acoge al hijo que regresa con el mismo amor de una madre; un amor capaz de volver gestar al porquerizo hambriento hasta convertirlo de nuevo en hijo amado. El padre vierte sobre su hijo la misericordia convertida en amor maternal.

    El beso era la manera en que dos amigos se saludaban. Cuando la parábola explicita que el padre besó a su hijo, certifica que derramó sobre el joven la misericordia convertida en el amor amical, al amor del mejor amigo. Finalmente, el padre ordenó a los criados que vistieran al hijo y le pusieran un anillo en la mano. El anillo portado por un varón no constituía un adorno; era un sello que capacitaba al portador para firmar documentos oficiales como administrador de una hacienda. Como hacán los padres en la antigüedad, cuando el padre de la parábola pone un anillo en el dedo del hijo que vuelve, le concede autoridad para administrar la finca; de ese modo, vierte la misericordia convertida en amor paternal sobre el hijo que regresa.

    El padre sabe que su hijo no ha vuelto por amor, ha vuelto por hambre; pero no se lo recrimina, solo le interesa el regreso de su hijo. Una vez que ha vuelto, no le reprende, sino que lo rehace con las manos de la misericordia; misericordia que adquiere la forma de la ternura maternal, el amor del padre y la fidelidad del amigo. El hijo mayor no acaba de entender la acogida del menor; pero el padre, manifestando de nuevo su misericordia, le dice: “Hijo, tu estás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo”.


    Entre las líneas de la parábola, la figura del padre representa la identidad de Dios, y bajo la figura de los hijos se esconde la mirada de cada uno de nosotros. La Cuaresma es tiempo de conversión; la ocasión de emprender el regreso hacia el Padre, como hizo el hijo menor, o la ocasión de gozar de la presencia del Señor, como hizo el hijo mayor, que vivía siempre en casa de su padre. Sin duda, el encuentro con la misericordia divina transformará nuestra vida y nos abrirá las puertas el domingo de Pascua.

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