domingo, 27 de marzo de 2016

DOMINGO DE PACUA


                                                                        Francesc Ramis Darder
                                                                        bibliayoriente.blogspot.com



¡Cristo ha resucitado! La resurrección de Jesús es el acontecimiento central de nuestra fe. Es un acontecimiento tan esencial que a lo largo de la Cuaresma la lectura del Evangelio ha orientado nuestra vida por la senda de la conversión para que podamos celebrar con hondura la Pascua. Al inicio de la Cuaresma leíamos el Evangelio de las tentaciones de Jesús. El Señor encauzaba nuestra vida por la senda de la conversión. Nos enseñaba que la actitud de servicio hacia nuestro prójimo, la decisión de compartir nuestros bienes con los necesitados, y empeño por la vida humilde, nos abriría la puerta del Reino de Dios; en definitiva, Jesús nos enseñaba que la vivencia de la misericordia, expresión más genuina del amor, abre la puerta al gozo de la Pascua.

La resurrección certifica el triunfo definitivo del Evangelio de Jesús. Certifica que la misericordia, insignia del Evangelio del Señor, derrota a las fuerzas del mal, representadas por la soberbia. La resurrección sentencia que la entrega servicial de Jesús, manifestada en su amor por los pobres, vence la arbitrariedad de los poderosos, centrados en la codicia. La resurrección del Señor manifiesta que la humildad, emblema de los seguidores del Evangelio, triunfa sobre la hipocresía humana, superficial y efímera. Hoy, domingo de Pascua, celebramos la Buena Nueva de Jesús colma de sentido la existencia humana.

En el Evangelio que hemos proclamado, aparecían tres personajes significativos: María la Magdalena, el discípulo que Jesús amaba, y el apóstol Pedro. El más relevante es el segundo; a quien el Evangelio llama “el otro discípulo” o “el discípulo que Jesús amaba”. Su relevancia estriba en que creyó plenamente en la resurrección del Señor. Repasemos el itinerario del discípulo que captó la profundidad de la resurrección.

Cuando escuchó las palabras de María la Magdalena, no se quedó en el cenáculo esperando acontecimientos, sino que, acompañando a Pedro, marchó corriendo al sepulcro. La decisión supone un acto de valentía, pues tras la muerte de Jesús, los discípulos sufrían la amenaza de la autoridad judía. Conviene observar que la conducta del discípulo destila misericordia; pues su capacidad para escuchar a la Magdalena, la decisión de acompañar a Pedro, el empeño por emprender el camino hacia el sepulcro, y la actitud valiente acreditan la actitud misericordiosa del discípulo.

Al llegar al sepulcro se inclinó, y, sin entrar, vio los lienzos de amortajar. La palabra “inclinarse” define la actitud religiosa del discípulo. El término “inclinarse” no significa simplemente “agacharse”, sino que indica la fe del discípulo que se inclina, “se postra”, ante la manifestación de la actuación de Dios (ver: 1Pe 1,12). Cuando Jesús predicaba, dijo a sus discípulos: “El Hijo del hombre […] será entregado a los gentiles y será escarnecido, insultado y escupido, y después de azotarlo lo matarán, y al tercer día resucitará”; pero, como recalca el Evangelio, “los discípulos […] no entendieron […] y no comprendieron lo que les decía” (Lc 18,31-34).

Como sucedía con los otros discípulos, el discípulo que Jesús amaba tampoco entendía el asunto de la resurrección; pero, como veíamos antes, ha asimilado la conducta misericordiosa y al llegar al sepulcro es capaz de “inclinarse”, de reconocer la actuación de Dios en la tumba vacía. Como señala el Evangelio, “hasta entonces no había entendido […] que Jesús había de resucitar de entre los muertos”; pero cuando “se inclina” reconoce la resurrección del Señor, entonces “ve” que las promesas de Jesús se han cumplido, y “cree” que Jesús es el salvador definitivo. La vivencia de la misericordia orienta al discípulo hacia la contemplación de la resurrección del Señor.

El discípulo que Jesús amaba constituye la metáfora del ‘discípulo ideal’, el que ha llegado a la plena intimidad con el Señor en el Reino de Dios; mientras la figura de María Magdalena y la personalidad de Pedro esconden la identidad de los ‘discípulos que aún estamos en camino’ hacia el pleno encuentro con el Resucitado. La actitud de María Magdalena se agota en la sorpresa y la actitud de Pedro se acaba en la extrañeza, pero ninguno de los dos “se inclina” ante la tumba vacía, presencia del Resucitado. Surge ahora una pregunta; los cristianos que aún estamos en camino, ¿cómo podemos ‘inclinarnos’ ante la presencia de Jesús resucitado? El Evangelio sentencia que la vivencia de la misericordia es el tormo donde Jesús forja nuestra vida para que podamos encontrarnos plenamente con él y ser, en medio del mundo, testigos de la ternura de Dios.


Sin duda, podemos encontrarnos con el Resucitado en cualquier ámbito de la vida, pero la sabiduría del Evangelio subraya dos ámbitos privilegiados donde el encuentro con el Señor se conjuga con la vivencia de la misericordia: la celebración de la Eucaristía, explicada entre las líneas del relato de los Discípulos de Emaús, y la opción por los pobres, recogida en la parábola del Buen Samaritano. El tiempo pascual nos invita a “inclinarnos ante el Señor resucitado”, especialmente presente en la celebración de la Eucaristía y en el rostro de los pobres, mediante la vivencia confiada de la misericordia; solo así nos convertiremos en testigos de la misericordia de Dios en la sociedad humana.  

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