lunes, 1 de febrero de 2016

CATEDRAL DE MALLORCA: ANTONI GAUDÍ

                                                                   Francesc Ramis Darder
                                                                   bibliayoriente.blogspot.com
                                                           


La nave central desemboca en el ábside mayor, la Capilla Real, también llamada Mayor, elevada cuatro peldaños sobre el piso del templo del que la separa una baranda barroca, obra de Gaudí. La reforma arquitectónica emprendida por el obispo Pere J. Campins, pilotada por Antoni Gaudí, devolvió la Capilla Real al marco más pleno de la celebración eucarística, ápice de la liturgia (1903-1915). Como acontece con tantas catedrales, la presencia del coro en el centro de la nave principal dificultaba la participación de los fieles en la celebración. Gaudí, atento al designio de Campins, desmontó la sillería del coro, culminada en los albores del Renacimiento por el cincel de Joan de Salas (1526-1529), y la depositó en los espacios laterales de la Capilla Real. Igualmente trasladó los dos púlpitos renacentistas que guarnecían el coro, también obra de Joan de Salas, y los colocó a ambos lados de la Capilla Real.

    Durante la Edad media, el altar mayor estaba situado bajo la última bóveda de la Capilla. Con intención de acercarlo al pueblo, Gaudí la trasladó bajo la primera y lo emplazó entre cuatro columnas tetralobuladas, de jaspe, coronadas por cuatro ángeles músicos. La metáfora de los ángeles expresa el gozo del cielo, cuando la presencia divina, mediada por el pan y el vino, se hace presente entre los fieles sobre el altar. Dedicado a la Virgen Madre de Dios, el altar constituye una pieza de alabastro sostenido por ocho columnas talladas de estilo cisterciense (siglo XIII), y una columna, seguramente, de origen bizantino (siglo VI). La presencia de la columna bizantina rememora la antigüedad del cristianismo en Mallorca, a la vez que establece, desde la perspectiva simbólica, el vínculo entre los antiguos cristianos y los del tiempo presente; vínculo trenzado sobre el telar de la Eucaristía, celebrada en el altar. De ese modo, la centralidad del altar, consagrado al menos cuatro veces (1269; 1346; 1746; 1905), atestigua la centralidad de la Eucaristía en la liturgia cristiana y en la celebración catedralicia.

    Sobre el altar, pende el baldaquín, obra de Gaudí (1912). Aunque la función del baldaquín sirviera para facilitar la iluminación del altar, su esencia resalta el aspecto más sagrado de la liturgia. Como dice la Escritura, cuando el pueblo hebreo, liberado de la esclavitud de Egipto, atravesaba el desierto, “Moisés levantó la tienda […] y la llamó Tienda del Encuentro” (Ex 33,7-9); y, como reitera la Escritura, el Arca del Señor estaba custodiada en una tienda (2Sm 7,2). Como es obvio, un baldaquín no es una tienda, pero emula su sentido. Así como bajo una tienda el Señor hablaba con Moisés, y el pueblo hebreo guardaba el Arca, el más preciado de sus tesoros; bajo una tienda, eco del baldaquín, el Señor se hace presente entre nosotros a través del pan y del vino, y bajo la misma tienda, alegoría del baldaquín, los cristianos compartimos el hondón de nuestra fe, la muerte y resurrección del Señor, celebrada en la Eucaristía.

    El primer cuerpo del baldaquín, la cobertura, está formado por un repostero de brocado antiguo, de tema eucarístico; así el brocado refleja, por arriba y a modo de espejo, la hondura de la celebración que acontece abajo en el altar. Sin duda, la liturgia del altar es la metáfora de la liturgia del cielo, pues el Señor se manifiesta ante los cristianos sobre el altar, velado bajo el pan y el vino, con la misma entereza que se desvela en toda su gloria en el cielo acompañado de los santos, hermanos nuestros.

    El segundo cuerpo está conformado por la corona, que recuerda, en cierta medida, la corona de la catedral de Hildesheim. La corona constituye un heptámero. Como sabemos, la Escritura confiere al número siete el sentido metafórico de totalidad y plenitud; a modo de ejemplo, los siete días de la Creación (Gn 1,1-2,4ª), o la institución de los siete diáconos (Hch 6,1-7). Los siete lados de la corona aluden a los siete dones del Espíritu Santo (Is 11,1-2); y, desde esta vertiente, constituyen la metáfora de las dádivas con que la Eucaristía esculpe con el cincel del Espíritu la vida del cristiano. No en vano, la corona está adornada con una profusión de espigas, pámpanos y racimos, alegoría del pan y del vino de la Eucaristía. La corona está rematada por un Calvario. Al pie del Crucificado, clavado sobre una cruz abizantinada, destaca la presencia de María y del apóstol Juan, en el momento supremo en que Jesús les dijo: “Mujer, ahí tienes a tu hijo […] (y al discípulo) ahí tienes a tu madre” (Jn 19,26-27). La presencia del Calvario remite a un aspecto teológico de la Eucaristía, especialmente considerado en la época de Gaudí. La Eucaristía entendida como la reiteración sobre el altar del sacrificio de Cristo sobre la cruz en el Calvario; sacrificio que, como presagia la profecía de Isaías, derrama el perdón de los pecados sobre la humanidad entera (Is 53,5).

    El tercer cuerpo del baldaquín está constituido por el lampadario. Del heptámero de la corona penden treinta y cinco lámparas que la tradición popular acota en treinta y tres, alegoría de los años de vida mortal de Jesús.

    Aunando el sentido metafórico de los tres cuerpos, apreciamos el calado teológico del baldaquín. El lampadario evoca la luz con que la Eucaristía ilumina la vida cristiana; pero, aludiendo al número de lámparas (35, eco de 33), certifica que la vida solo es cristiana cuando intenta amoldarse al estilo de vida de Jesús. Atento al simbolismo modernista, quizá Gaudí dispuso treinta y cinco lámparas y no treinta y tres para señalar que la vida cristiana constituye un intento imperfecto de asemejarse a Jesús, eco de las treinta y cinco, que solo alcanzará su plenitud en el cielo, las treinta y tres, alegoría de la vida del Señor. La corona certifica la centralidad de la Eucaristía, a la vez que invita al cristiano a recorrer el camino de Jesús que desemboca en el  Calvario; sin embargo, como señala el brocado, la meta del cristiano no es el Calvario, sino el cielo, representado por el tapiz, eco de la Eucaristía celestial, la gloria del los santos.

    Aunque Gaudí proyectó un baldaquín magnificente, se construyó en plan experimental para apreciar las posibilidades de la obra definitiva; por eso, se elaboró con materiales de escaso valor: papel de colores, cartón, purpurina, corcho, etc. Quizá sea casual, pero la pobreza material certifica que lo esencial en la Iglesia no son los adornos, sino la fidelidad a Jesús, vivida en la celebración de la Eucaristía; toda catedral, por bella que sea, solo es la metáfora de la catedral definitiva, el cielo, alegoría de la plenitud del Reino de Dios. 

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