sábado, 20 de septiembre de 2014

¿QUÉ ES LA VIDA ETERNA?

                                                       Francesc Ramis Darder


La finalidad del amor de Dios reside en que participemos eternamente de su misma vida. Para los israelitas antiguos no era posible que el hombre viviera con Dios. Según creían, el Señor era bueno, pero la distancia que mediaba entre la pequeñez humana y la magnitud divina era tan gran grande, que hacía imposible que pudieran encontrarse algún día cara a cara. Dios dijo a Moisés: “Yo haré pasar ante ti toda mi bondad y pronunciaré mi nombre ‘Yahvé’... pero no podrás verme la cara ... podrás ver mi espalda, pero mi cara nadie puede verla” (Ex 33, 18-23). Moisés vio la espalda del Señor, pero el rostro que indica la identidad e intimidad de Dios, quedó oculto.

    Por una parte los israelitas no se atrevían a imaginar que después de la muerte el hombre pudiera vivir con Dios. Por otra parte experimentaban la certeza de que Yahvé modela la existencia humana con amor apasionado, y por tanto, el hombre no es un ser cualquiera en la creación, sino alguien privilegiado (Sal 8, 6).

     Para resolver el dilema, los israelitas imaginaron que bajo la superficie terrestre había un gran receptáculo al que llamaron “Sheol”. Cuando alguien moría lo enterraban y el cuerpo se descomponía, pero “lo mejor” de la persona humana quedaba depositado en el “Sheol”. La muerte no aniquilaba del todo a la persona, pero tampoco iba a la morada de Dios, pues “lo mejor” de ella quedaba en el Sheol.


    Los sabios de Israel se rebelaron contra esa solución. Dios no modela al ser humano con amor apasionado, a su imagen y semejanza, para esconderlo en el Sheol; como tampoco tornea el artesano la vasija para dejarla después en el olvido. Los sabios afirmaron: “La vida de los justos está en manos de Dios. La gente insensata pensaba que moría ... consideraba su partida de entre nosotros como una destrucción, pero ellos están en paz ... ellos esperaban de lleno la inmortalidad” (Sab 3, 1-5).

    El justo, que a pesar de su pecado se deja modelar por el Señor, permanece para siempre en sus manos. Dios nos ama para hacernos hijos suyos para siempre; Dios no nos ama a causa de que semos buenos, sino a fin de que podemos ser buenos. Creer en el Dios de la vida significa comprometer la existencia en la lucha por la justicia y la solidaridad humana: hacer del amor la herramienta con que plantar la semilla del Reino de Dios.

   Quien opta por el amor, trabaja por la justicia y engendra la paz, padece la persecución de los poderosos, pero tiene la certeza de que vivirá para siempre en las manos del Señor, el Alfarero de la Vida: “Nos hiciste Señor para ti, y nuestro corazón no descansará hasta que repose en ti” (Agustín).

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