viernes, 15 de agosto de 2014

PABLO, APÓSTOL DE LA SABIDURÍA DE DIOS



                                                                                  Francesc Ramis Darder


    “Para mi la felicidad consiste en estar junto a Dios; por eso me refugio en el Señor para poder contar sus maravillas” (Sal 73,28). Este versículo del Salterio es un buen ejemplo del testimonio cristiano. Durante la vida suele preocuparnos aquello que podemos hacer por Dios y el prójimo, pero y por mucho que hagamos siempre nos sabe a poco. Sin embargo, lo más importante no es aquello que podemos hacer por Dios, lo crucial estriba en percatarnos de lo que Dios hace por nosotros.

     El cristiano comprende su vida como el tejido nacido de los dedos de Dios (cf. Sal 139,13), o como la cerámica modelada en el torno del Señor (cf. Jr 18). El cristiano forjado por Dios deviene semilla del Reino en medio del mundo. Al contemplar la vida como resultado de la tarea de Dios en nosotros, nos convertimos en la buena tierra (cf. Mt 13,8) donde crece la Palabra, o en la levadura que transforma la sociedad a imagen de las Bienaventuranzas (cf. Mt, 5,1-11; 13,33). 

    La vida de Pablo relata la experiencia de una historia entretejida en el telar de Dios. Nació en Tarso de Cilicia (Hch 22,6) y, como judío de la diáspora, pertenecía a la tribu de Benjamín (Rom 11,1). Poseía la ciudadanía romana, indicativo de pertenencia a la clase distinguida. Al nacer, recibió junto al nombre judío de “Saulo” el nombre romano de “Pablo” (Hch 13,9). La vida en la ciudad de Tarso le familiarizó con la lengua, la cultura y la religión griega y romana. Aprendió el oficio de fabricante de tiendas (Hch 18,3). Durante toda la vida padeció el dolor provocado por una enfermedad crónica (Ga 4,13; 2Col 12,7). Educado en la más estricta religiosidad judía (Fl 3,5) fue enviado a la escuela de Gamaliel. Asimiló la mentalidad rabínica, y se convirtió en ferviente defensor del judaísmo y en fariseo ejemplar (Hch 22,3; Ga 1,14).

    La vida de Pablo está marcada  por dos momentos en que Dios trasformó de raíz su corazón: El encuentro personal con el Señor en el camino de Damasco y la predicación en el Areópago de Atenas.


1º. El camino de Damasco (Hch 9,1-19).

    Pablo como fariseo ejemplar perseguía a los cristianos: “Saulo, que perseguía amenazando de muerte a los discípulos del Señor, se presentó al sumo sacerdote y le pidió cartas para las sinagogas de Damasco, con el fin de llevar encadenados a Jerusalén a cuantos seguidores de este camino, hombres o mujeres, encontrara”  (Hch 9,1-2). Camino de Damasco “un resplandor del cielo” lo envolvió; Pablo cayó a tierra y oyó una voz que decía: “Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?  (Hch 9,3).

   ¿Quién es la luz y de dónde procede la voz?

    En el Nuevo Testamento, a menudo, la palabra “luz” revela la presencia de Dios: el sacerdote Zacarías, en el Templo, dice refiriéndose al Señor “por la misericordia entrañable de nuestro Dios nos visitará un sol que nace de lo alto para  iluminar a los que viven en tinieblas” (Lc 1,78); y Juan en el Prólogo del Evangelio afirma respecto de la Palabra: “Pero la Palabra era la luz verdadera, que con su venida al mundo ilumina a todo hombre” (Ju 1,9). Jesús, el Señor, es la luz que ilumina a todo hombre, y el sol que viene de lo alto y da cobijo a la existencia humana.

    La experiencia de Pablo prueba la certeza de que Dios nos ha amado primero (1Jn 4,10). El Señor, sin que Pablo lo hubiera pedido, envuelve al futuro apóstol con su luz y le dirige la palabra. Pablo, atónito, pregunta: “¿Quién eres, Señor? (Hch 9,5). La utilización del término “Señor” para dirigirse a la voz que le habla contiene un significado profundo.

     El Antiguo Testamento muestra cómo la expresión “Señor”, cuando se dirige Dios, constituye siempre la expresión de la fe que delata la presencia divina junto al ser humano (Gn 15, 2; Is 40, 10; Ez 4, 14). Tras el sonido de la voz, Pablo entrevé la presencia de Dios y por eso pregunta: “¿Quién eres, Señor?”.

    La voz responde a Pablo diciéndole: “Yo soy Jesús, a quien tú persigues” (Hch 9,5). De la misma manera que el Antiguo Testamento se dirige a Dios con el término “Señor”, el Nuevo Testamento reconoce a Jesús como “el Señor” (Hch 11,20; 15,26). Percibir en la persona de Jesús la presencia del Señor supone penetrar en la intimidad de Cristo (cf. Hch 7,54-59), y descubrir en la figura del carpintero de Nazaret la identidad de quien confiere sentido pleno a nuestra vida  (Hch 15,11).

    Notemos un detalle importante. Pablo perseguía a los cristianos, pero la voz afirma: “Yo soy Jesús, a quien tú persigues” (Hch 9,5). Pablo perseguía a la Iglesia, pero Jesús le asegura que le persigue a Él mismo. El texto identifica a Jesús con la comunidad cristiana perseguida. Esas palabras del Señor marcarán para siempre la vida de Pablo. La comunidad cristiana perseguida por su fidelidad al Señor no es un grupo entre otros sino el Cuerpo de Cristo, el lugar privilegiado donde palpita la presencia salvadora de Jesús resucitado (cf. Rom 12,1-8).

     El seno de la comunidad cristiana y los avatares del mundo son los lugares privilegiados donde experimentemos la presencia de Jesús que nos convierte en  discípulos suyos (1Cor 12,12-31). Quienes acompañaban a Pablo le ayudaron a levantarse del suelo y le condujeron a Damasco. Al llegar a la ciudad, la comunidad representada por Ananías acogió a Pablo y lo convirtió en hermano (Hch 9,10-18).


2º. La predicación en Atenas (Hch 17,16-32).

    Camino de Damasco, Pablo experimentó la manera en que Dios modelaba su vida. El Señor se ha adelantado a hablarle y le ha introducido en la Iglesia; pero la voz del Señor es exigente, añade: “éste es un instrumento elegido para llevar mi nombre a todas las naciones, a sus gobernantes, y al pueblo de Israel”; e insiste aún “Yo le mostraré cuánto tendrá que padecer por mi nombre” (Hch 9,15-16). Pablo se lanza a dar testimonio de Jesús, pero aun debe aprender que la vivencia evangélica implica la contradicción y el sufrimiento. La predicación en la ciudad de Atenas le enseñará la lección y constituirá el segundo momento en que Dios forjará los entresijos de su vida.

    Detengámonos un instante para otear la forma en que el libro de los Hechos describe el estilo de vida de los habitantes de Atenas: “Todos los atenienses y los extranjeros que allí vivían no tenían más pasatiempo que charlar sobre las últimas novedades” (Hch 17,21). Pablo dialoga, junto al Areópago, con los filósofos epicúreos y estoicos que le escuchan sólo por curiosidad y ganas de entretenerse. Mientras Pablo comenta algunos datos sobre Jesús los filósofos escuchan atentos. Sin embargo, cuando anuncia que Jesús vive y actúa en la vida de cada persona, se echan a reír y se burlan del apóstol (Hch 17,31).

    La disputa de Atenas enseña a Pablo que el evangelio es mucho más que una teoría brillante para distraer el ánimo en tiempo de ocio. El evangelio constituye un estilo de vida que pasa por la cruz.

    Tras la experiencia de Atenas, cuando Pablo hable de Jesús no disertará sobre la caricatura de Jesús, fácil y dulzona, que satisface la expectativa del entretenimiento. Pablo dirá convencido: “nosotros predicamos a un Cristo crucificado, que es escándalo para los judíos y locura para los paganos; más para los que han sido llamados, se trata de un Cristo que es fuerza de Dios y sabiduría de Dios (1Cor 1,23-24).

   La decisión de dar testimonio de Cristo pasa por la contradicción y el conflicto con quienes detentan el poder opresor, siembran la injusticia y manipulan la Palabra de Dios. La vida de Pablo se convierte de ese modo en testimonio de Cristo. Jugando con el modelo catequético podríamos decir que cuando preguntaban a Pablo: “¿Qué testimonio das de Cristo?”; no respondía diciendo “mirad la cantidad de cartas que he escrito, o fijaos en cuantos admiradores tengo” como dirían, seguramente, los filósofos de Atenas.

     Pablo respondía diciendo: “cinco veces he recibido de los judíos los treinta y nueve golpes de rigor; tres veces he sido azotado con varas, una vez apedreado, tres veces he naufragado; he pasado un día y una noche a la deriva en el mar [ ...], los viajes han sido incontables; con peligros al cruzar los ríos, peligros provenientes de salteadores, de mis propios compatriotas y de los paganos [...] a menudo noches sin dormir, muchos días sin comer, pasando frío y desnudez” ( 2Cor 11,18-30). Toda esa tarea sacrificada la realizaba Pablo por su desvelo en favor de las Iglesias que había fundado, decís el apóstol: “la preocupación diaria que supone la solicitud por todas las Iglesias” (2Cor 11,28).

     El amor apasionado de Pablo consistía en acrecer las comunidades cristianas; y, a favor de esa causa no escatimaba ningún esfuerzo. Sabía que en el corazón de las comunidades palpitaba la presencia del Señor resucitado. 


    Pablo, camino de Damasco, creyó en el Señor; y desde entonces, Jesús de Nazaret, se convirtió en la luz definitiva que alumbró para siempre de la vida del apóstol. Predicando a los atenienses experimentó que el cristianismo no es una ilusión adolescente, sino la vivencia del amor que atraviesa el umbral de la cruz. Pablo trasmite el testimonio cristiano que es capaz de contagiar la certeza de que lo más importante de la vida es darnos cuenta de todo lo que Dios hace por nosotros. Pablo experimentó que cuando el amor atraviesa la cruz es cuando la vida cristiana refleja fielmente el rostro de Jesús de Nazaret, y esa es la sabiduría de Dios (1Cor 1,23-24).


Algunos ecos de la filosofía clásica que despuntan en el discurso de Pablo en el Areópago de Atenas. La falsa creencia según la que Dios vive encerrado en los templos (17,24ª; Plutarco: Mor. 1034b; Lucrecio: De Sacrif. 11). La trascendencia absoluta de Dios respecto del ser humano (17,24b; Plutarco: Mor. 1052ª; Platón: Tim. 33-34; Séneca: Epist. 95,47). La referencia a Dios como aquel en quien vivimos, nos movemos y existimos (17,28ª; Platón: Tim. 37c; Plutarco: Mor. 477). La trascripción de la primera mitad de un hexámetro del poeta Arato (17,28b; Arato: Faenomenon. 5; alusión indirecta a Cleantes: Fragm. 537). La alusión a los dioses desconocidos (Pausanias, I 1,14). La certeza de que Dios ha plantado una semilla en el corazón del hombre para que pueda intuir la esencia divina (17,27; Dión de Prusa: Or. XIII 28-30; Séneca: Espist. 41,1). La crítica contra el culto idolátrico (17,29; Plutarco: Mor. 167; Máximo de Tiro: X).


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