martes, 1 de octubre de 2013

LA COMUNIDAD JUDÍA DE ALEJANDRÍA VII. LIBRO DE LA SABIDURÍA.



                                                                                         Francesc Ramis Darder


Constituye la séptima entrega sobre la "Comunidad judía de Alejendría".



4.4.El pálpito de la Sabiduría en la Historia humana: Sab 10,1-19,20.

    Como hemos propuesto, el libro de la Sabiduría constituye, entre otros aspectos, el proyecto de conversión que la comunidad hebrea, fiel a la Ley, propone a la comunidad judeoalejandrina, atenazada por la idolatría, para que se injerte plenamente en el árbol de la alianza hasta convertirse en la asamblea inmortal que rige el destino del Humanidad hacia la meta de la inmortalidad. El libro comienza analizando el papel de la Sabiduría como senda que conduce a al inmortalidad (Sab 1,16-6,21), para adentrarse luego en la esencia de la Sabiduría e impetrarla como dádiva divina (Sab 6,22-9,18).   Ahora bien, la adquisición de la Sabiduría, prenda de inmortalidad, lleva de la mano la práctica de la justicia y presupone, a modo de contrapartida, el rechazo de la idolatría, manto cultual de la injusticia. En ese sentido, el autor, eco de la comunidad fiel, alienta la vivencia de la justicia y proscribe la idolatría para que la comunidad judía se injerte de lleno en el tronco de la alianza y adquiera, de ese modo, la gracia de la inmortalidad (Sab 10,1-19,20).

   A lo largo de la tercera parte (Sab 10,1-19,20), el libro reflexiona sobre la tradición hebrea para descubrir el rumor de la Sabiduría en el cauce de la Historia. Desde el prisma literario, Sab 10,1-19,20 está entretejido por una introducción seguida de siete dípticos entre los que despuntan dos reflexiones, na sobre la misericordia y la omnipotencia divinas (Sab 11,15-12,27), y otra sobre la idolatría (Sab 13-15).

    La introducción (Sab 10,1-11,1) narra como Dios, por medio de la Sabiduría, actúo a favor de su pueblo durante una larga etapa de la historia, desde Adán hasta Moisés. El texto ensalza los grandes personajes y encomia la prestancia del pueblo. En ese sentido, el poema califica como “justos” a los personajes más notables: Noé, Abrahán, Lot, Jacob y José, el “justo” vendido (Sab 10,4.5.6.10.13); conoce a Moisés como “servidor del Señor (Sab 10,16) y “santo profeta” (Sab 11,1), y define al pueblo liberado de Egipto como “pueblo santo” (Sab 10,15), “linaje intachable” (Sab 10,15) y comunidad de “justos” (Sab 10,20). El instinto poético intuye bajo el ropaje que caracteriza tanto al pueblo como a los grandes personajes, la identidad teológica de la comunidad fiel al Señor, “justa, intachable y santa” que, amenazada por el hechizo helenista, permanece fiel a la Ley. La comunidad asistida por la Sabiduría (cf. Sab 10,1.3.5.6.10.11; 11,1) que se convierte en destello de la actuación de Dios, con la intención de injertar a la asamblea judeoalejandrina en la obediencia plena de los preceptos divinos.

    La introducción ha señalado algunos mojones de la actuación de Dios, mediada por la Sabiduría, a favor de su pueblo (Sab 10,1-11,1); ahora, el texto mostrará como es el mismo Dios quien ha actuado a lo largo de la historia en bien de la comunidad elegida y en contra de los enemigos de su pueblo (Sab 11,2-19,20). La textura literaria se vale de siete antítesis para subrayar la actuación de Dios en la Historia.

    La primera antítesis alude a la prueba de la sed (Sab 6,4-14; cf. Ex 7, 17-25), desde una doble perspectiva. En primer lugar, muestra como el motivo de la sed propició que el Señor bendijera a los israelitas dándoles agua de la roca, mientras que la sed de los egipcios procedía del castigo divino contra la soberbia; como sabemos, el Señor, por medio de Moisés, trocó en sangre el caudal del Nilo con lo que el agua dejó de ser potable. En segundo término, el poema matiza el sentido del castigo; el Señor sometió al pueblo peregrino al suplicio de la sed para que la comunidad aprendiera a depositar su confianza sólo en Yahvé, mientras agredió a los egipcios, enturbiando las aguas, para que palparan la dureza de la ira divina.

    Ahora bien, la antítesis ofrece una doble reflexión sobre la desgracia que afligió a los egipcios. Por una parte, el oprobio de la sed provocó que reconocieran el exclusivo señorío del Señor sobre los acontecimientos y, por otra, determinó que admiraran la grandeza de Moisés a quien antaño habían despreciado. Así el poema enfatiza la doble función de la comunidad fiel; será el testigo privilegiado de la actuación de Dios a favor de su pueblo, a la vez que muestra como la fidelidad de la comunidad provocará que las naciones, en este caso los egipcios, reconozcan el exclusivo señorío de Yahvé.

    A continuación de la primera antítesis, aparecen dos digresiones. La primera alude a la moderación con que actuó Dios contra Egipto y Canaán (Sab 11,15-12,27), la segunda recoge una crítica acibarada contra la religiosidad pagana (Sab 13,1-15,19).

    Como enfatiza la primera digresión, aunque el Señor hubiera fustigado la idolatría egipcia, no aniquiló el país del Nilo; pues la intención divina no estriba en la destrucción de Egipto sino en que los egipcios reconozcan la soberanía del Señor, el Dios de Israel (Sab 12,2.27). De modo parejo acontece con el país de Canaán, el Señor flageló con moderación los fetiches cananeos para dar ocasión al arrepentimiento de los idólatras. A nuestro entender, la conclusión del relato apunta hacia dos horizontes complementarios. Por una parte, apreciamos bajo el manto idolátrico de Egipto y Canaán una alusión simbólica a la perfidia idolátrica que atenaza la existencia de Israel; aunque el Señor pudiera haber destruido al pueblo pecador, difiere el extermino para darle ocasión de arrepentirse. Por otra, el relato apunta a las naciones; el Señor pospone el justo castigo contra la torpeza pagana a la espera de que los gentiles reconozcan el exclusivo señorío del Dios de Israel sobre el destino del Mundo.

    La segunda digresión denuncia la estulticia de la idolatría (Sab 13-15). El envite censura la estupidez de los idólatras: hombres necios que, escrutando la creación, han sido incapaces de reconocer al Artífice de todas las cosas (Sab 13,1-5). El autor maldice a los idólatras, pues con los bienes de la creación han tallado ídolos inútiles, vanos y ridículos (Sab 13,6-14,31; 15,7-19). No obstante, en contraposición a la mendacidad de los idólatras, el relato ensalza la bondad del Señor y sentencia que el conocimiento del Dios de Israel es la raíz de la inmortalidad (Sab 15,1-6). Así el poema magnifica el exclusivo señorío del Dios de Israel sobre el Cosmos y fustiga sin piedad el proceder de los idólatras con una doble intención. Por una parte, la comunidad fiel advierte a la asamblea judeoalejandrina del peligro que entraña el cerco idolátrico; y por otra, desentraña la banalidad de la idolatría ante la mirada de los paganos.

     Bajo los pliegues de ambas digresiones late, a modo de insinuación, la intención teológica de la comunidad hebrea fiel a la Ley. El objetivo de la comunidad observante estriba, por un lado, en ahuyentar la asamblea judía de las fauces de los ídolos para propiciar, a modo de contrapartida, la su adhesión plena a las normas de la alianza; por otro lado, denunciando la estulticia de los fetiches, intenta atraer los paganos hacia el reconocimiento del exclusivo señorío del Dios de Israel sobre la historia humana.

    Concluidas las dos digresiones, aflora la segunda antítesis (Sab 16,1-4). Mientras el Señor castigó con bichos repugnantes la soberbia egipcia (cf. Ex 7,26-8,11), bendijo a su pueblo con las codornices (cf. Ex 16,9-13; Nm 11,10-32). Los egipcios, abrumados por animales deleznables, perdieron el natural apetito, mientras el pueblo peregrino, tras una privación pasajera, saboreó el manjar más exquisito. A través de la antítesis, el texto subraya la diversa cualidad del castigo divino; los paganos sufren el oprobio que implica su soberbia, mientras el penar judío, el hambre, constituye la mediación con que el pueblo apreciará más tarde la magnificencia del Señor, las codornices.

    La tercera antítesis confronta la suerte de hebreos y egipcios (Sab 16,5-13). Aunque las serpientes picaran al pueblo peregrino, los fieles del Señor conservaban la vida, pues miraban el signo de la salvación para recordar los mandamientos de la Ley (Sab 16,5-8; cf. Nm 21,4-9); “el signo de salvación” alude a la serpiente de bronce, fundida por Moisés en el desierto. Aún así, el texto remarca que la salvación no procede del signo prodigioso, sino de la gracia de Dios, el Salvador de todos. El relato enfatiza dos cuestiones. En primer lugar, refiere que el flagelo de las serpientes fue el escarmiento con que Dios fustigó, por un tiempo, el pecado del pueblo; en segundo término, señala que el signo salvador, imagen de la Ley, constituye la mediación para convencer a los enemigos de que sólo el Dios de Israel es capaz de librar del dolor y del mal. En contraposición a los israelitas, los egipcios, picados por las langostas (cf. Ex 10,4-15), encontraban la muerte (cf. Ex 10,4-15; 8,16-20).

    El objetivo del autor del libro, miembro de la comunidad judeoalejandrina fiel a la Ley, apunta a dos dianas concomitantes. Por una parte, induce a la comunidad judeoalejandrina a la observancia de la Ley, como única manera de conservar la vida; sólo el cumplimiento de la Ley permitirá a los hebreos mantener su identidad entre la amenaza helenista, simbolizada tras la aridez del desierto y la violencia de las sierpes. Por otra, la fidelidad de la comunidad judía convencerá a los enemigos, símbolo de los paganos helenistas, de que sólo el Dios de Israel es capaz de librar de cualquier mal; de ese modo, la vivencia fiel del pueblo hebreo provocará la admiración de los paganos ante la grandeza del Señor.

    La cuarta antítesis trae a la memoria el recuerdo del granizo y el maná (Sab 16,15-29). Los egipcios, metáfora de los impíos, sufrieron la furia del brazo del Señor: lluvias, granizadas, aguaceros, fuego implacable y el acoso de las fieras. Ahora bien, el Señor no sólo reprendía la maldad, deseaba también que los impíos vieran que el castigo nacía “del juicio de Dios” (Sab 16,18); sin duda, la expresión evoca uno de los objetivos de las plagas, pues sentencia el texto del Éxodo: “así conoceréis que yo soy Yahvé” (Ex 7,17). De ese modo, podemos intuir bajo el castigo de los impíos una intención teológica de la comunidad judeoalejandrina fiel a Ley: la decisión de insertar en el corazón de los paganos y de los judíos infieles la certeza de que sólo el Dios de Israel gobierna el curso de la historia.

    Al contraluz de la sanción de los egipcios, el relato destaca la bendición del pueblo peregrino: el Señor alimentó a su pueblo con el pan de los ángeles, el maná (Ex 16; Sal 78,25; 105,40), para que aprendiera que no es la variedad de los frutos lo que alimenta al hombre, sino la fuerza de la Palabra; bajo la mención de la Palabra podemos intuir, alegóricamente, la sombra de la Ley, la intervención de Dios en bien de su pueblo. Desde esa óptica, podemos entrever otra intención de la comunidad fiel a la Ley, oculta en los entresijos del relato. La comunidad leal invita a la asamblea judeoalejandrina a buscar el sustento –en sentido teológico- en la observancia de la Ley desdeñando, a modo de contrapartida, el embeleco de la idolatría helenista.

    La quinta antítesis rememora el motivo de las tinieblas y la columna de fuego (Sab 17,1-18,6). Subraya como la magia pagana se muestra incapaz de abatir las tinieblas con que el Señor reprime la obsesión de los egipcios contra la comunidad hebrea (cf. Ex 10,21-23). Al contraluz del baldón egipcio, el relato destaca la luz radiante, metáfora de la presencia de Dios, que ilumina la comunidad de los santos (cf. Ex 10,23), símbolo del pueblo redimido. Los egipcios, desconcertados por el prodigio, felicitan a la comunidad hebrea y le piden perdón por las ofensas con que la injuriaron. Captamos una vez más,  la intención de la comunidad fiel a la Ley, la decisión de insinuar como al final de los tiempos los paganos reconocerán, contemplando al pueblo redimido, el exclusivo señorío del Dios de Israel. Al contraluz de las tinieblas que ofuscan el intelecto pagano, una columna de fuego ilumina la senda del pueblo peregrino (cf. Ex 13,21-23; Sal 121,6); el relato remarca, a modo de colofón, la tarea que Dios encomienda a su pueblo, la misión de ofrecer al Mundo la luz incorruptible de la Ley (Sab 18,4).

    La sexta antítesis contrapone la muerte de los primogénitos egipcios con la liberación de los israelitas, esclavos en el país del Nilo (Sab 18,1-19). A los egipcios que habían decretado la muerte de los hijos de los santos (cf. Ex 1,22-2,10), metáfora de la comunidad hebrea, el Señor les arrebató los primogénitos (Ex 12,29-30) y los hizo perecer en las aguas impetuosas (Ex 14,26-28); así, durante la noche en que el Señor diezmó a los adversarios glorificó a su pueblo. A nuestro entender, el autor extrae de nuevo una doble lección. Por una parte, enfatiza la firmeza con que Dios ha elegido a su pueblo; por otra recalca que la desgracia de los egipcios y la redención de los judíos constituye el proceso por medio del cual Dios provoca que los paganos reconozcan al pueblo redimido con el mejor epíteto: “Hijo de Dios”, es decir, el eco de la presencia de Dios en el Mundo (Sab 18,14; cf. Ex 4,22; Dt 1,31; Os 11,1).

    Concluida la sexta antítesis, despunta un breve episodio (Sab 18,20-25). Durante la travesía del desierto, la asamblea de los justos sorbió la prueba de la muerte; pero, continúa el relato, un hombre irreprochable, Aarón siervo de Dios, se enfrentó a la cólera divina y acabó con los blasfemos (Coré, Dotán y Abirón) (Nm 16,1-17,15). El israelita valiente no detuvo la furia de Dios con la fuerza corporal, sino con las armas de su ministerio, la oración y el incienso expiatorio (Sab 18,21). El texto enfatiza la autoridad del personaje: “Llevaba el mundo entero sobre su vestido talar, los nombres gloriosos de los padres en cuatro hileras de piedras talladas y tu majestad (de Dios) en la diadema de su cabeza” (Sab 18,24; cf. Ex 28,17-21.29.36). Sin duda, el texto reviste al personaje con el traje del sumo sacerdote, pero, como era frecuente en la época helenística, la vestimenta adquiere un simbolismo cósmico, pues la intercesión sacerdotal se muestra capaz de rendir la violencia del “exterminador”, metáfora de cualquier poder que atente contra el pueblo elegido. La intuición poética percibe, bajo el manto del personaje (Aarón) el aura de la comunidad fiel, cuya intercesión ante el Señor impide que las fuerzas del mal, las insidias helenistas, acaben con la vida del pueblo elegido para ser la luz de las naciones.

    La séptima antítesis contrapone el luto egipcio en el Mar Rojo con la luz refulgente del pueblo redimido (Sab 19,1-21). Mientras el pueblo emprendía la ruta hacia la Tierra Prometida, los egipcios, más perversos que los ciudadanos de Sodoma (Sab 19,13-17), encontraban una muerte entre las aguas (Sab 19,5; cf. 18,3). El texto, voz de la comunidad leal, ofrece la razón teológica de la salvación del pueblo: “Toda la creación, obediente a tus órdenes (de Dios), se transformó […] para resguardar salvos a tus hijos (la comunidad hebrea)” (Sab 19,6; cf. 5,17; 16,24). Con intención de poner el mejor colofón a la descripción del pálpito de la Sabiduría en la Historia, la comunidad fiel a la Ley sentencia que el Cosmos está, por designio divino, al servicio de la comunidad de los santos, el pueblo fiel a los preceptos del Señor. De ese modo, la comunidad leal abre la puerta de la salvación a la comunidad judeoalejandrina tentada por la idolatría; pues la adhesión al Señor, manifestada por la comunidad fiel a la Ley, provoca en el creyente la confianza propia de los hijos de Dios (cf. Sab 19,6; 18,13).

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