viernes, 3 de mayo de 2013

MARÍA, LA ANUNCIACIÓN: Lc 1,47-55.


                                                             Francesc Ramis Darder

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El evangelio de Lucas presenta a María como ejemplo de quien encarna y vive el evangelio. Ella es la “llena de gracia” que engendra en sus entrañas al Hijo de Dios entre los hombres. Ella recorre el camino cristiano y experimenta las maravillas de Dios. Al pie de la cruz topa con el rostro de los pobres reflejado en el cuerpo de su Hijo crucificado. En el cenáculo, orando con los discípulos, experimenta la nueva vida del Señor y recibe el Espíritu Santo. 

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Sólo con los ojos del alma detectamos la presencia de Dios en los acontecimientos de la vida. María es el modelo de vida cristiana porque contempla su vida con los ojos de Dios; observémoslo en dos pasajes: “la Anunciación” (Lc 1, 26-38) y “el Magnificat” (Lc 1, 47-55).

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a. La Anunciación (Lc 1, 26-38).

    Al aceptar María en la Anunciación el proyecto divino proclamado por el ángel, acontece la encarnación del Hijo de Dios. La opción cristiana es la respuesta del hombre a la voz de Dios que le llama y le ama primero. Cuando el ángel se dirige a María le comunica la certeza del amor de Dios: “el Señor está contigo” (Lc 1, 27), y por esa razón exultará de gozo en el Magnificat (Lc 1, 47-55).

    El ángel llama a la Virgen por su nombre: ¡María! Dios nos conoce personalmente y a veces con un apelativo familiar. En el AT Dios trata a su pueblo de manera personal y le habla con cariño: “gusanillo de Jacob” (Is 41, 14), “Yerusum” (Is 44, 2), etc.

    María, por mediación del ángel, percibe que Dios la conoce por su nombre y confía en ella. Pero también escucha con respeto el proyecto divino: “Vas a concebir en el seno y vas a dar a luz un hijo, a quien pondrás por nombre Jesús. El será grande y será llamado Hijo del Altísimo, y el Señor Dios le dará el trono de David su padre, reinará sobre la casa de Jacob y su reino no tendrá fin” (Lc 1, 32-33).   

    Dios llama desde el conocimiento personal e infunde confianza, pero aquello a lo convoca no es una simpleza. Dios nos llama a seguir el evangelio, y eso no es fácil. La invitación de Dios impone respeto, desafía a emprender el camino de Cristo.

    María se siente conturbada. El encuentro con Dios es un momento de misterio. Es la sensación de entrar en un ámbito nuevo. Después de la sorpresa, María experimenta respeto ante el proyecto divino. No entiende cómo Dios pide algo inaudito: “¿Cómo sucederá eso si yo no conozco varón?” (Lc 1, 34). Ante la grandeza divina, María descubre su propio límite: Cuando recibe el anuncio del ángel está desposada con José, pero aun no ha tenido lugar el matrimonio.

    Al percibir la llamada de Dios nos sobrecoge el misterio. Captamos nuestros límites. Percibimos que nuestra fuerza es insuficiente para llevar adelante el proyecto divino. Ese fue el sentimiento de María: el respeto, el darse cuenta de que por sí sola no se bastaba. Pero también junto a aquel temor estaba la fuerza de Dios: “porque para Dios nada hay imposible” (Lc 1, 37).

    La propuesta de Dios a María es humanamente irrealizable: “darás a luz un hijo y le pondrás por nombre Jesús” (Lc 1, 31). Los proyectos divinos no triunfan con la fuerza humana ,sino con la firmeza de Dios. Cuando aceptamos seguir el evangelio es el mismo Señor quien nos proporciona la gracia para llevarlo a cabo.

    Dios está con María: “El Espíritu Santo bajará sobre tí y la fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra ... porque para Dios nada hay imposible” (Lc 1, 35-37). Desde esa seguridad María confía en la presencia del Altísimo y concebirá a Jesús, la presencia encarnada de Dios entre nosotros.

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