viernes, 13 de enero de 2012

JOEL: YAHVÉ ES EL SEÑOR

    El profeta Joel predicó en Jerusalén entre los siglos IV-III aC. Joel no era sacerdote, pero ejercía el ministerio profético en el templo: consolaba y exhortaba a quienes acudían al monte Santo para adorar a Yahvé.

    La época en que vivió Joel fue un período difícil para la religión israelita. Los israelitas habían olvidado casi por completo que el Señor les había liberado de la esclavitud de Egipto, y que les había regalado la tierra prometida. Cuando la religión israelita echó en el olvido la identidad liberadora de Dios, cayó en la rutina simbolizada por el culto idolátrico; adoptó una liturgia vacía y carente de compromiso en la transformación del mundo según los criterios de Dios.

    Joel no permaneció indiferente ante la desidia religiosa y moral del pueblo. En nombre de Dios, comprometió su vida en el anuncio de la buena nueva. El nombre “Joel” sintetiza muy bien la tarea del profeta, pues significa: “Yahvé es Dios”. En el seno del pueblo manchado por la idolatría, Joel, con solo pronunciar su propio nombre, anunciaba la gran verdad: sólo Yahvé es Dios, y sólo Él es capaz de salvar.

    El profeta comenzó su tarea observando la realidad religiosa y social en que deambulaba el pueblo. Quedó amargamente impresionado ante la irreligiosidad de la nación, y fuertemente dolido por la injusticia que contempló. Joel describió la realidad del pueblo, carente de fe y falto de justicia, con la imagen de una plaga de langosta que hubiera asolado el país (Jl 1,4). La idolatría y la injusticia habían convertido Israel en un desierto, metáfora de la ausencia de Dios, y falto de pan, símbolo de la injusticia entre los hombres.

    La impiedad del templo justificaba la injusticia. Por eso Joel, en nombre de Dios, constriñó a los sacerdotes a emprender la senda de la conversión (Jl 1,13), y anunció la inminente llegada del Día del Señor (Jl 2,1). El “Día del Señor” significaba, durante la época en que predicó Joel, la ocasión en que Dios irrumpiría en la historia humana para destruir el imperio de la maldad y otorgar la victoria a los justos. El profeta suplicó a los sacerdotes que se convirtieran. Les anunció que el Señor derramaría sobre el país el bendición, representada por el vino y el aceite, que colmarían de dicha la angustia del pueblo marchito (Jl 2,19).

    La predicación del profeta trascendió el umbral del templo y alcanzó a todo el pueblo. Joel anunció a la nación pecadora que el Señor derramaría su espíritu sobre todo el país. Reveló que el espíritu del Señor transformaría el corazón del pueblo: la nación antaño idólatra devendría el pueblo profético que da testimonio de la bondad de Dios ante toda la humanidad (Jl 3,1-5).

    Joel no desfalleció en su anuncio. Profetizó que el Señor vendría al final de los tiempos a juzgar a todas las naciones en el valle de Josafat (Jl 4,1); y vaticinó que la estirpe de Judá subsistiría para siempre en presencia del Dios liberador, Yahvé (Jl 4,17.20).

    Joel predicó con entusiasmo pero no tuvo aceptación entre la mayoría del pueblo. El profeta, como casi siempre, no vio el fruto de su mensaje. Sólo un pequeño grupo, conocido como el “resto fiel”, acogió la predicación del profeta y emprendió la senda de la conversión. El profeta predicó en nombre de Dios, y, ciertamente, nada de lo que se hace en nombre de Dios cae en el olvido. Recordemos que las promesas del Antiguo Testamento se cumplen en el Nuevo Testamento.

    Cuando el apóstol Pedro predicó en Jerusalén el día de Pentecostés afirmó que la profecía de Joel se había cumplido (Ac 2,17-21; cf. Jl 3,1-5). Joel esperaba que el Señor derramara su Espíritu para transformar al pueblo idólatra en la nación que debía proclamar la gloria de Dios.

     La efusión del Espíritu Santo sobre los Apóstoles y sobre María el día de Pentecostés, confiere plenitud a la profecía de Joel. Los Apóstoles y María simbolizan al “resto fiel” que esperó la realización de la profecía de Joel. Sobre ellos se derramó el Espíritu Santo el día de Pentecostés, y con tan buen valedor emprenden la tarea de  anunciar el evangelio a toda la Humanidad (Ac 2,9-11).


                                                                                               Francesc Ramis Darder. 

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